Año 2057.
Intento pedir un café. No hay barra, ni camarero. Solo un espacio vacío con un letrero flotante que dice: “Haz tu pedido”. Muevo la mano en el aire, esperando que aparezca un menú, pero nada sucede. Me aclaro la garganta y digo en voz alta:
—Un café con leche.
El letrero parpadea en rojo.
—Lo siento, su configuración de preferencias no está actualizada.
Suspiro. ¿Cómo se actualiza eso? Miro a mi alrededor buscando ayuda, pero todos simplemente hablan al aire o hacen gestos que activan interfaces invisibles. Un adolescente me mira con condescendencia.
—Señora, solo tiene que enlazar su asistente neural con la máquina.
— ¿Neural qué?
Me señala la sien, donde un pequeño implante brilla bajo su piel (ni que fuera Edward Cullen). Me río nerviosa. Yo no tengo eso.
Y ahí lo entendí.
Me he convertido en lo que una vez fue mi abuela, mis padres…
Una extraña en un mundo diseñado sin contar conmigo.
Me despierto con la sensación de haber tenido una pesadilla, pero no era más que un pensamiento recurrente. Uno que volvió a mí hace unas semanas, cuando estuve a punto de cambiar de coche.
Fuimos a Tesla Fuenlabrada, teníamos ganas de probar sus coches y vivir la experiencia.
Me fascinó la interfaz.
Sin botones, sin palancas, todo integrado en una pantalla táctil gigante que lo controla todo. Toqué la pantalla y vi que con solo deslizar el dedo podía abrir la guantera o ajustar los retrovisores. Fue emocionante y aterrador a la vez. Pensé: “Esto es el futuro”, pero también ”¿Y si un día no entiendo cómo funciona?”.
Y de repente, recordé a mi abuela peleándose con el mando de la tele, sin saber cómo poner Netflix. Me reí. Pero después me pregunté cuánto tardaré yo en estar en su lugar.
Porque la brecha digital no es solo un problema de ahora, sino un ciclo que se repite. Nos creemos nativos digitales, pero la tecnología nos dejará atrás igual que lo ha hecho con generaciones anteriores. A menos que el diseño y la accesibilidad evolucionen a la par.
El problema del diseño en producto digital
El diseño digital suele estar pensado para quienes ya saben usar la tecnología. Se asume que todo el mundo entiende los gestos, los iconos, los patrones de navegación. Pero, ¿qué pasa con quienes no han crecido con eso? ¿Con quienes no tienen la misma velocidad de adaptación?
El diseño debería ser una herramienta de inclusión, no de exclusión. Y sin embargo, cada vez más productos están diseñados para un grupo selecto de personas, esos potenciales consumidores: jóvenes, familiarizados con las tendencias digitales, con capacidad de aprendizaje rápido. Para el resto, la tecnología se convierte en un obstáculo en lugar de una ayuda.
¿La voz como solución?
Quizá la clave esté en la voz. No en los asistentes de voz robóticos y rígidos que conocemos hoy, sino en interfaces naturales, que entiendan el lenguaje humano sin comandos extraños. Que permitan hablarle a la tecnología como hablarías con un amigo:
—Oye, pon la calefacción.
—Cafetera, lo de siempre.
Sin pasos extra.
Sin menús complicados.
Sin necesidad de aprender cada nueva interfaz según la marca…
Puede que la voz sea la única interfaz que envejezca con nosotros. Porque las pantallas, los gestos, la realidad aumentada… todo eso puede cambiar.
La voz ha sido nuestro primer lenguaje y será el último. Ha contado historias junto al fuego, ha dado órdenes en el campo de batalla, ha susurrado secretos al oído. Cuando la tecnología cambie y todo lo demás quede obsoleto, seguiremos teniendo voz. Porque, al final, siempre quedará la palabra.
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